Disonancia y emancipación: comodidad en/de algunas estéticas musicales del siglo XX

Miguel Álvarez Fernández, compositor
miguel-alvarez@confluencia.net 

En las siguientes páginas analizaremos uno de los rasgos comúnmente tenidos por característicos de la modernidad musical, la incomodidad en la recepción de algunas creaciones musicales, que trataremos de formular mediante el concepto de disonancia. Partiendo del pensamiento de autores representativos de esa modernidad, y contraponiendo su perspectiva con la ofrecida por algunas teorías de la posmodernidad, se intentará valorar la evolución de varias tendencias musicales de finales del siglo XX y sus implicaciones estéticas e ideológicas.

Emancipación de la disonancia

            Es frecuente, entre los relatos de la Historia de la Música occidental más acreditados, apreciar un fenómeno clave en la evolución de este arte en los inicios del pasado siglo. Nos referimos a la ruptura entre los compositores y su público, el inicio de una incomprensión sin precedentes, manifiesta en distintos entornos musicales, que perduraría hasta nuestros días.[1] Desde Varèse hasta Charles Ives, de Schönberg a Stravinsky, las primeras escuchas de las obras fundacionales de la modernidad musical no resultaron cómodas ni para el público ni para la crítica.[2] Además, al menos en el caso de Schönberg, las dificultades no sólo estaban reservadas a los oyentes de sus obras:

            “La introducción de mi método de composición de doce tonos no facilita la tarea de componer. Al contrario, la hace más difícil. Los principiantes de tendencias modernas creen con frecuencia que deben intentarlo sin haber adquirido antes el bagaje técnico necesario. Esto es un gran error. Las restricciones impuestas a un compositor por la obligación de utilizar sólo una serie en una composición son tan rigurosas que únicamente puede superarlas una imaginación que haya sobrevivido a un formidable número de contingencias. No se da nada con este método, y, en cambio, se quita mucho”.[3]

            Por supuesto, los compositores hasta ahora mencionados, representando tendencias estéticas bien distintas entre sí, no agotan la realidad musical de las primeras décadas del siglo XX. Junto a ellos convivieron otros autores que, padeciendo en mayor o menor medida problemas similares, se encaminaron hacia veredas estéticas más confortables. Es el caso, por ejemplo, de Ernst Krenek, que abandonó la composición atonal para introducir, en obras como las óperas Der Spring über den Schatten o la exitosa Johny spielt auf, elementos propios de músicas populares como el jazz o el foxtrot. En su Autobiografía de 1948, Krenek rememora las causas de este viraje estético:

“Llegué a la conclusión de que las premisas en que hasta este momento se fundaba mi trabajo eran insostenibles. Según mis nuevas perspectivas, la música debería adaptarse a las necesidades generales de la comunidad para la que había sido compuesta; debería ser útil, agradable y práctica”.[4] 

            Buscando otros casos contrastantes con los de la primera enumeración, y más próximos a conclusiones como las que acabamos de leer –aunque difieran en la argumentación que conduce, en cada caso, a ellas–, encontramos figuras como las de Kurt Weill o Hanns Eisler. Ambos trabajaron junto a Bertolt Brecht, el primero en obras como Die Dreigroschenoper y Aufstieg und Fall der Stadt Mahagonny (antes de exiliarse a los Estados Unidos, donde cultivaría el musical), y Eisler –antiguo discípulo de Schönberg– escribiendo música para sus obras teatrales, que alternó con sus composiciones para el cine. Los dos articularon, de maneras bien distintas, una forma de expresar su ideología marxista a través de la música. Sus obras también debieron resultar incómodas para algunos de sus oyentes (ya se ha mencionado el exilio de Weill tras el ascenso del partido nazi), pero seguramente en un sentido diferente del que tratamos al principio.

             El rechazo, por parte de estos autores, de un camino semejante al expresado en la anterior cita de Schönberg, debe interpretarse como una decisión estética, pero también ideológica. Tomás Marco se ha referido a este punto al señalar las diferencias entre ambos compositores: “Weill se dirigía a una burguesía de izquierdas capaz de seguirle en su transgresión de los valores adquiridos; para Eisler, en cambio, era más importante el aspecto educativo de las masas”.[5] Los dos fueron plenamente conscientes de la trascendencia ideológica de sus opciones estéticas. El propio Eisler, junto con Adorno, escribió palabras como éstas: 

“La contradicción entre el público burgués y su música se convirtió en enemistad mortal contra el experimento, contra todo lo que siquiera de lejos pudiera ser sospechoso de ser ‘intelectual’, incluso contra todo aquello que fuese simplemente diferente. Los señores del cine hicieron suyo el juicio emitido hace ya tiempo por el público y lo intensificaron mediante la autoridad desmesurada e ignorante que les confería su aparato de dominación”.[6] 

            Estas líneas, extraídas del libro El cine y la música, se inscriben en una amplia crítica estética a la utilización de la música en las producciones cinematográficas de su tiempo (crítica absolutamente vigente, por otro lado, también en nuestros días). En ella, los autores identifican los recursos propios de ese estilo derivado del postromanticismo (combinado con algunas dosis de música ligera), que usa el leitmotiv, las melodías simples, la consonancia generalizada, todo ello al servicio de una música meramente ilustrativa, ajena a las circunstancias históricas y geográficas de la narración (salvo para incurrir en el pintoresquismo), y basada en clichés compositivos e interpretativos. Una música, en definitiva, cómoda y fácil, tanto para el oyente como para el compositor, y radicalmente opuesta a aquella a la que nos referíamos en las primeras líneas de este texto. ¿Cuáles serían, entonces, los rasgos de la otra música? El propio Adorno intentó capturar sus características esenciales: 

“(l)a idea de la nueva música se sitúa en decidida oposición a todo lo afirmativo y positivamente transfigurador, a todo lo que suponga un orden espiritual necesario aquí y ahora. Está atravesada por el dolor y la negatividad que el cliché asocia con el romanticismo. Que la nueva música abra la herida una y otra vez, en lugar de afirmar lo existente, arrastra hacia sí el odio encarnizado que la acusa de anticuada y superada precisamente por sus momentos disonantes en sentido literal y figurado, es decir, por lo más obviamente moderno de ella”.[7] 

            Al final de esta cita encontramos un uso del concepto de “disonancia” que podría servir para identificar esos rasgos que separan músicas como las de Varèse, Charles Ives, Schönberg o Stravinsky (entre tantos otros), de, por ejemplo, la música tradicionalmente vinculada al cine, o manifestaciones populares (jazz, foxtrot, cabaret, opereta...) como aquellas a las que acudían Krenek o Weill. Se trata, claro está, de un uso figurado del término, diferente de la acepción que relaciona la disonancia con una mayor complejidad en la relación entre las frecuencias fundamentales de dos sonidos. Pero, salvada esa precisión, parece adecuado emplear el concepto de “disonancia” para caracterizar la nueva música tal y como la define Adorno en el pasaje anterior, que, por cierto, termina definiendo lo disonante como “lo más obviamente moderno” de esta música. 

La otra emancipación de la disonancia 

            Es conocida la influencia que la teoría estética de Adorno ejerció sobre los compositores que, después de la Segunda Guerra Mundial (y volviendo de nuevo a nuestros relatos de la Historia de la Música), reconstruyeron una realidad musical devastada material y espiritualmente por los acontecimientos recientes. En los cursos celebrados en Darmstadt, Adorno expresó sus ideas ante una joven generación de compositores (Nono, Berio, Boulez, Stockhausen...), cuyas obras pudo escuchar –y criticar– muy tempranamente. Aunque estos autores manifestaran después severos reproches hacia la figura de Adorno,[8] en sus orígenes partieron de supuestos teóricos próximos a su pensamiento estético. En lo que aquí interesa, el lenguaje de “la escuela de Darmstadt” (si y cuando ésta existió) se acercó más a la “disonancia” característica de la Escuela de Viena que a lenguajes como los practicados por otros autores aquí mencionados, o por compositores como Bartók o Hindemith, por citar algunas referencias virtualmente posibles.

            El lenguaje serial, con sus derivaciones particulares en cada uno de los compositores señeros de esta generación, heredó el carácter “incómodo” y “difícil” de la Escuela de Viena, no sólo respecto de la recepción de la obra –la estesis de Molino/Nattiez–, sino también, en el sentido que nos desvelaba la anterior cita de Schönberg, del lado de la composición. El aprendizaje tanto de estas técnicas como de su aplicación en obras específicas exigía del compositor, a principios de los años 50, la peregrinación a Darmstadt. Pero desde entonces, y progresivamente, la difusión de la música y el pensamiento seriales contaría con la ayuda de las emisoras de radio (primero alemanas y después en numerosos países europeos) y de influyentes textos (como Musik des 20. Jahrhunderts, de Hans Heinz Stuckenschmidt, o los publicados por los propios compositores en libros o revistas como Die Reihe), así como de conciertos, conferencias y muchas otras vías de expansión. 

            Así se inició un proceso, merecedor aún de un estudio en profundidad, que transformó una manifestación de la vanguardia más radical en la música académica clásica del siglo XX. Y es que a las pocas décadas de su nacimiento, el serialismo ocupó un lugar muy destacado tanto en los programas de concierto dedicados a la música actual como en los programas académicos de conservatorios y universidades. Esta estética, con las variaciones lógicamente experimentadas en el transcurrir del tiempo, se convirtió en la vanguardia oficial durante el mismo periodo histórico en que las instituciones públicas asumían la función de proteger (o, más bien, mantener) determinadas manifestaciones artísticas.[9]  

            Llegados a este punto, quizá debamos cuestionar la vigencia del concepto antes esbozado de “disonancia”. Pues, una vez recorrida su evolución desde principios del siglo pasado (evolución paralela, en cierto sentido, a la de la propia modernidad), encontramos ciertas dificultades para predicar el carácter “disonante” de ciertas creaciones surgidas del marco institucional que acabamos de describir. Al menos, en el sentido que caracterizó algunas obras que criticaron y redefinieron el paradigma vigente de la creación (y la difusión) musical. ¿Puede aplicarse este término a músicas, en muchos casos encargadas por entidades públicas, que no hacen sino reforzar un modelo estético, y quizás también ideológico, hegemónico dentro de la música de creación? Es cierto que el ámbito en el que se practica tal hegemonía es muy reducido, ridículo en comparación con el ocupado por las músicas populares de vocación comercial. Pero eso, pensamos, no invalida la pregunta.  

Emancipación de la consonancia 

            Adorno, como hemos leído, caracterizó la “disonancia”, quizá en un sentido no muy distante del que estamos manejando aquí, como uno de los rasgos propios de la modernidad. El pensamiento musical propio de la posmodernidad, por su parte, plantea alternativas que quizá puedan ayudarnos a resolver la aporía planteada en las líneas anteriores.  

            Al analizar la producción teórica que ha intentado estudiar la creación sonora reciente desde el prisma posmoderno, lo primero que llama nuestra atención es que las manifestaciones que más atención han captado, con diferencia, son aquéllas más próximas a la música de consumo y, por tanto, de mayor difusión comercial. Dentro de los estudios que atienden a la “otra música” (escójase el término que se prefiera: “música seria”, “música contemporánea”, “música de concierto”...), se han sucedido numerosos intentos de atrapar conceptualmente una “música posmoderna”. Existe un cierto consenso respecto a la utilización de algunos recursos (como la intertextualidad, o un determinado eclecticismo) que, sin ser exclusivos de la posmodernidad, en este contexto manifestarían cambios más profundos de las nociones de tiempo (o temporalidad) y espacio, que a su vez repercutirían en la noción de conocimiento, convirtiendo éste en “situado”, por contraste a “absoluto” (así lo expresa Donna Haraway), y acabarían redefiniendo la idea de verdad.[10]  

            Ahora bien, si descendemos a la indagación que se ocupa de compositores y obras específicos (respecto de los cuales sí se puede analizar el carácter “cómodo” o “disonante” de su creación y recepción), no existe nada parecido a la unanimidad y, en algunos casos, los criterios empleados no resultan del todo coherentes. En Estados Unidos, Jonathan D. Kramer, intentando distinguir el posmodernismo del antimodernismo (tendencia en la que incluye obras de Lowell Lieberman, George Rochberg y Michael Torke), llega a declarar: “En contraste con estas composiciones, la música posmoderna no es conservadora”.[11] A continuación, Kramer inicia una enumeración de títulos y autores que, supuestamente, debería corroborar la afirmación anterior, y en la que encontramos el Concierto para violín de John Adams, la Primera sinfonía de John Corigliano, y la tercera de Henryk Górecki.  

            Además de señalar el carácter sorprendentemente heterogéneo de la lista de Kramer (que, por cierto, también incluye composiciones como la Primera sinfonía de Schnittke, la Sinfonia de Berio o Tehillim de Steve Reich), podemos cuestionar la negación del carácter conservador de estas músicas, especialmente en casos como el de la Tercera sinfonía de Górecki.[12] Si bien no hemos utilizado en nuestra argumentación la categoría “conservador” (ni la opuesta, “progresista”), puede demostrarse con cierta facilidad que ni la producción ni la recepción de esta obra se asemejaron a las de composiciones como las que tratamos al comienzo de estas páginas.  

Como una primera audición revela, la construcción de esta sinfonía se basa en la repetición de motivos bastante simples y cantables (en especial, tercera menor ascendente seguida de un semitono descendente), ensamblados mediante técnicas que cualquier estudiante de composición sin demasiado “bagaje técnico” sabría manejar. En cuanto a la recepción de la obra, es interesante recordar que este fenómeno ha sido objeto de, al menos, una tesis doctoral.[13] Quizá los hechos más conocidos respecto de la actitud del público frente a la composición tengan que ver con el ascenso de una de sus grabaciones, en febrero de 1993, al número 6 de las listas de ventas británicas, por delante de discos de Madonna y REM, al tiempo que en Estados Unidos se mantenía en las listas del Billboard durante 134 semanas consecutivas. También existen testimonios de su estreno: 

“Estrenada en la edición de 1977 del Festival Internacional de Arte Contemporáneo de Royan, Francia –uno de los festivales de vanguardia más importantes en aquel tiempo–, resultó un completo fracaso. Alan Rusbridger informó después en el (London) Guardian que un 'prominente músico francés' (posiblemente Boulez, aunque no se le nombra específicamente) dejó escapar un audible ‘¡Mierda!’ mientras los últimos acordes de la sinfonía se extinguían”.[14] 

            La manifiesta aprobación por parte de los consumidores de grabaciones musicales no parece tener cotejo alguno en el público de un festival de vanguardia. ¿Qué podemos concluir de este hecho? ¿Que los compradores del disco de Górecki no desean una música “incómoda”? ¿Que una determinada “comodidad” resulta incómoda para el público de los festivales de música actual? Desde esta última perspectiva, la música más “disonante”, en tanto que capaz de provocar indignadas interjecciones en su público, quizá pudiera ser, como acabamos de ver, la que utiliza sonoridades más consonantes.  

 La otra emancipación de la consonancia 

            En Alemania, el debate musicológico acerca de la posmodernidad no comenzó hasta la publicación, a principios de los años ochenta, del discurso pronunciado por Habermas al recibir, curiosamente, el premio Adorno de la ciudad de Frankfurt. La visión habermasiana del fenómeno como un movimiento neoconservador y tradicionalista se proyectó sobre la estética de la generación de compositores nacidos en torno a 1950, como Hans-Jürgen von Bose, Manfred Trojahn y Wolfgang Rihm, entre otros. La estética de estos autores, desde su aparición pública a principios de los años setenta, se oponía a la de la generación anterior y, con el tiempo, recibió la denominación de Neue Einfachheit o Nueva Simplicidad.[15] Es frecuente, en las obras de estos compositores, una expresividad propia del romanticismo, conectada con frecuentes apelaciones a la tonalidad y, en general, a contextos consonantes, todo ello enmarcado en géneros y formas tradicionales.   

            Según una distinción del musicólogo alemán Herman Danuser (sustancialmente distinta, como veremos, de la de Jonathan D. Kramer), existen dos formas de posmodernismo: posmodernismo como antimodernismo, y posmodernismo como modernismo actual. Tal y como explica Joakim Tillman,[16] la visión crítica de Habermas se aplicaría a la primera categoría, a la que pertenecen los compositores que acabamos de mencionar, mientras que la segunda, caracterizada por utilizar elementos históricos en un contexto de “dobles códigos”, por cuestionar la distinción entre arte culto/arte popular y por rehabilitar la vanguardia desde el posmodernismo, acogería el trabajo de compositores como Luciano Berio, George Crumb o George Rochberg.  

            Aunque el pluralismo de lenguajes, modelos y métodos es elemento común en ambos grupos de autores, en los últimos parece reflejar, por lo general, una conciencia histórica más crítica respecto al pasado. En este sentido, resulta curioso notar que la reacción de los denominados “compositores de la Nueva Simplicidad” frente a la hegemonía ejercida por una determinada vanguardia musical ha terminado con autores como Wolfgang Rihm ejerciendo otra hegemonía en la programación de las salas de conciertos, como revela el hecho de que Rihm sea uno de los compositores que más ingresos percibe de la GEMA (la sociedad de autores alemana) por la difusión de sus obras.[17]  

            Desde la perspectiva actual, es notable que las más profundas críticas al modelo establecido por los compositores vinculados a la estética serial quizá no hayan surgido tanto desde el pensamiento posmoderno como en otras tendencias anteriores, simultáneas a (y, en ocasiones, ocultadas por) la consolidación de ese modelo. Xenakis, Ligeti, Lutoslawski y muchos otros compositores cuestionaron, desde los años 50, el serialismo como único camino estético posible. El tardío, incluso póstumo reconocimiento de su incómodo papel histórico puede ayudarnos a reflexionar sobre el valor de otras posturas estéticas y sus implicaciones ideológicas. 

            No muy lejos de este grupo de compositores, otros como Bernd Alois Zimmermann (asociado por algunos autores a una posmodernidad del “segundo tipo” danuseriano) o el propio Berio han empleado, desde los años sesenta, recursos propios de la estética posmoderna[18] (quién sabe si, desde entonces, es posible prescindir de ellos). Ahora bien, puede percibirse, en el uso de estas técnicas, un talante más próximo al característico de la modernidad, un carácter más “disonante”, tal y como se ha descrito desde el inicio de estas páginas, que en el de cualesquiera otros autores posteriores aquí tratados. 

            La recepción de las obras que sigan su estela, igual que la de muchas otras músicas, se enfrenta a algunos problemas cuya vigencia dura ya más de un siglo. Y la peripecia vital de compositores como Krenek, Weill o Eisler parece mostrarnos que, en el ámbito de la música de concierto, ni la utilización de recursos que faciliten esa recepción ni el conflicto entre comunicabilidad y coherencia estética (y, en su caso, ideológica) son fenómenos propios de la posmodernidad. 

Apéndice: ¿Emancipación de la realidad? 

            La situación planteada en las páginas anteriores exige, en nuestros días, extremar el cuidado en el manejo de algunos conceptos. Los procesos de institucionalización protagonizados por algunas tendencias estéticas durante las últimas décadas pueden y deben ser objeto de un análisis crítico y minucioso, que permita la detección y subsanación de sus errores y vicios. Resulta fácil y tentador prescindir de esos cuidados para, una vez descubiertas las deficiencias del proceso (y del modelo que ha generado), censurarlo en su totalidad y abolir sus resultados. Especialmente en una época en la que muchos intentan, respaldados por el tono de esas críticas, “negar la mayor” y suprimir el respaldo institucional hacia esas manifestaciones artísticas, evitando así los costes eminentemente públicos que hoy exige el apoyo a ciertas creaciones musicales.  

            Una consciencia crítica de los límites y las posibilidades de cada modelo, más o menos institucionalizado, de creación y difusión musical, se hace especialmente necesaria en todos los miembros de la comunidad musical. Desde compositores a musicólogos, de intérpretes a críticos, de aficionados a programadores... es una obligación para todos velar contra las tendencias que aspiran a desvirtuar el modelo vigente, esto es, a desproveerlo de los elementos que lo dotan de sentido y que, en su caso, lo convierten en necesario.  

            La táctica, que se convierte en estrategia conforme se aproxima a la falsificación del modelo, se manifiesta cada vez en más órdenes de nuestra sociedad. Cuando la televisión pública ofrece contenidos para los que no fue concebida, o cuando la universidad se transforma en una fábrica de trabajadores, estas instituciones se desvirtúan. Al término de este proceso no encontraremos motivo alguno para defender su financiación pública. Habremos perdido, entonces, las condiciones de posibilidad que estas instituciones, en algún momento, aseguraron.  

            Es difícil, e incómodo, distinguir cuáles son las condiciones de posibilidad que el trabajo de un compositor asegura en una sociedad como la nuestra. Podemos, eso sí, mirar hacia atrás, para recordar qué posibilidades inauguraron algunos de los que nos precedieron. Después podemos proyectar nuestra mirada hacia el futuro, tal como hicieron ellos, e intentar vislumbrar cómo deberían cambiar las cosas para que, al menos, quedasen como nosotros las encontramos. 

Residencia de Estudiantes, en las últimas horas del centenario de Adorno. 

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[1] Una visión que  recorre trabajos clásicos como El lenguaje de la música moderna, de Donald Mitchell (cf. p. 67 y ss.), Problemas de la música moderna, de Boris de Schloezer y Marina Scriabine (cf. p. 18 y ss.), o La música del siglo XX , de Hans Heinz Stuckenschmidt (cf. p. 234).

[2] Véase, a título de ejemplo y respectivamente, Hilda Jolivet, Varèse (París: Hachette, 1973), p. 171; Javier Maderuelo, Charles Ives (Madrid: Círculo de Bellas Artes, 1986), p. 56; Hans Heinz Stuckenschmidt, Schönberg. Vida, contexto, obra (Madrid: Alianza, 1991), p. 111; sobre Stravinsky, el compositor Michaël Levinas insiste sobre este rasgo caracterizador de la modernidad: “En 1913, le choc du Sacre du Printemps n’est pas seulement un acte fondateur de la modernité du XXème siècle musical (...). Ce choc a d’emblée déterminé une des caractéristiques de cette modernité: la transgression du modèle”. Michaël Levinas, "La loi et le hors-la-loi: l’ère du soupçon", en La loi musicale, ed. por Danielle Cohen-Levinas (París: L’Harmattan, 1999), p. 11. En un sentido más general, véase Marta Cureses de la Vega, "La música como lenguaje de transgresión", en Música, lenguaje y significado, ed. por Margarita Vega Rodríguez y Carlos Villar-Taboada (Valladolid: Universidad de Valladolid, 2001), pp. 77 a 79.

[3] Arnold Schönberg, Style and idea (Londres: Williams and Norgate, 1951), p. 114.

[4] Citado en H. H. Stuckenschmidt, La música del siglo XX , p. 115.

[5] Tomás Marco, Pensamiento musical y siglo XX (Madrid: Fundación Autor, 2002), p. 248.

[6] Theodor W. Adorno y Hanns Eisler, El cine y la música (Madrid: Fundamentos, 1981), pp. 77 - 78.

[7] Theodor W. Adorno, "Clasicismo, romanticismo, nueva música" Quodlibet 17 (2000), p. 84. Traducción de Juan Carlos Lores Gil.

[8] Véase, por ejemplo, Luigi Nono, Écrits (París: Christian Bourgois, 1993), p. 39, o Karlheinz Stockhausen y Robin Maconie, Stockhausen on music (Londres - Nueva York: Marion Boyars, 1989), p. 36.

[9] Una recomendable exploración de este fenómeno aparece en Georgina Born, Rationalizing culture: IRCAM, Boulez, and the Institutionalization of the Musical Avant-Garde (Berkeley, Londres, Los Angeles: University of California Press, 1995).

[10] Judy Lochhead comenta estas ideas en su introducción a Postmodern music/postmodern thought (New York: Routledge, 2002), p. 6.

[11] Jonathan D. Kramer, "The Nature and Origins of Musical Postmodernism," in Postmodern music/postmodern thought, ed. por Judy Lochhead y Joseph Auner, (New York: Routledge, 2002), pp. 13 y 14.

[12] En cuanto a John Adams, el epíteto conservador tampoco parece desafortunado, en la medida que, desde su formación en la Universidad de Harvard (modelo ejemplar de la institucionalización de la vanguardia) hasta su nombramiento, en septiembre de 2003, como compositor residente del Carnegie Hall (como sucesor de Pierre Boulez), ni su obra ni su trayectoria parecen cuestionar el modelo de creación y de difusión vigentes. La cancelación de un concierto de la Sinfónica de Boston con extractos de su ópera The Death of Klinghoffer a finales de 2001 sólo puede entenderse en un contexto tan marcadamente conservador como el de los Estados Unidos tras el 11-S. E incluso en un caso como éste, el debate no está referido a cuestiones de lenguaje musical en sentido estricto. Por otra parte, Corigliano, que recibió en 2000 un óscar por la banda sonora de The Red Violin, describe así su Primera Sinfonía: el primer movimiento presenta una forma A–B–A; el segundo es una tarantela, y el tercero una chacona (véase http://www.schirmer.com/composers/corigliano_symphony.html). La sonoridad de la obra no parece mucho más arriesgada que su concepción formal.

[13] Defendida por Luke Howard en 1997 en la Universidad de Michigan y titulada “A Reluctant Requiem: The History and Reception of Henryk M. Górecki’s Symphony No. 3 in Britain and the United States”.

[14] Luke Howard, "Production vs. Reception in Postmodernism", en Postmodern music/postmodern thought, ed. por Judy Lochhead y Joseph Auner, (New York: Routledge, 2002), p 196 (traducción propia).

[15] La revista Neue Zeitschrift für Musik dedicó en 1979 un número a algunos de estos autores, que formarían el núcleo de esta tendencia, a la que podrían adscribirse también autores como Detlev Müller Siemens.

[16] Joakim Tillman, "Postmodernism and Art Music in the German Debate", en Postmodern music/postmodern thought, ed. por Judy Lochhead y Joseph Auner, (New York: Routledge, 2002), p. 80 y ss.

[17] Sobre la “Nueva Simplicidad”, ver tambíen Béatrice Ramaut-Chevasus, Musique et postmodernité (París: puf, 1998), pp. 40 - 44.

[18] En obras como el Requiem für einen jungen Dichter de Zimmermann, o la ya mencionada Sinfonia de Berio.