Disonancia y emancipación: comodidad en/de algunas estéticas musicales del siglo XX Miguel Álvarez Fernández, compositormiguel-alvarez@confluencia.net En
las siguientes páginas analizaremos uno de los rasgos comúnmente tenidos
por característicos de la modernidad musical, la incomodidad en la
recepción de algunas creaciones musicales, que trataremos de formular
mediante el concepto de disonancia.
Partiendo del pensamiento de autores representativos de esa modernidad, y
contraponiendo su perspectiva con la ofrecida por algunas teorías de la
posmodernidad, se intentará valorar la evolución de varias tendencias
musicales de finales del siglo XX y sus implicaciones estéticas e ideológicas. Emancipación de la disonancia
Es
frecuente, entre los relatos de la Historia de la Música occidental más
acreditados, apreciar un fenómeno clave en la evolución de este arte en
los inicios del pasado siglo. Nos referimos a la ruptura entre los
compositores y su público, el inicio de una incomprensión sin
precedentes, manifiesta en distintos entornos musicales, que perduraría
hasta nuestros días.[1]
Desde Varèse hasta Charles Ives, de Schönberg a Stravinsky, las primeras
escuchas de las obras fundacionales de la modernidad musical no resultaron
cómodas ni para el público ni para la crítica.[2]
Además, al menos en el caso de Schönberg, las dificultades no sólo
estaban reservadas a los oyentes de sus obras:
Por supuesto, los compositores hasta ahora mencionados,
representando tendencias estéticas bien distintas entre sí, no agotan la
realidad musical
de las primeras décadas del siglo XX. Junto a ellos convivieron otros
autores que, padeciendo en mayor o menor medida problemas similares, se
encaminaron hacia veredas estéticas más confortables. Es el caso, por
ejemplo, de Ernst Krenek, que abandonó la composición atonal para introducir, en obras como las
óperas Der Spring über den
Schatten o la exitosa Johny
spielt auf, elementos propios de músicas populares como el jazz o el
foxtrot. En su Autobiografía de
1948, Krenek rememora las causas de este viraje estético: “Llegué
a la conclusión de que las premisas en que hasta este momento se fundaba
mi trabajo eran insostenibles. Según mis nuevas perspectivas, la música
debería adaptarse a las necesidades generales de la comunidad para la que
había sido compuesta; debería ser útil, agradable y práctica”.[4] Buscando
otros casos contrastantes con los de la primera enumeración, y más próximos
a conclusiones como las que acabamos de leer –aunque difieran en la
argumentación que conduce, en cada caso, a ellas–, encontramos figuras
como las de Kurt Weill o Hanns Eisler. Ambos trabajaron junto a Bertolt
Brecht, el primero en obras como Die Dreigroschenoper y Aufstieg
und Fall der Stadt Mahagonny (antes de exiliarse a los Estados Unidos,
donde cultivaría el musical), y Eisler –antiguo discípulo de Schönberg–
escribiendo música para sus obras teatrales, que alternó con sus
composiciones para el cine. Los dos articularon, de maneras bien
distintas, una forma de expresar su ideología marxista a través de la música.
Sus obras también debieron resultar incómodas para algunos de sus
oyentes (ya se ha mencionado el exilio de Weill tras el ascenso del
partido nazi), pero seguramente en un sentido diferente del que tratamos
al principio. El
rechazo, por parte de estos autores, de un camino semejante al expresado
en la anterior cita de Schönberg, debe interpretarse como una decisión
estética, pero también ideológica. Tomás Marco se ha referido a este
punto al señalar las diferencias entre ambos compositores: “Weill se
dirigía a una burguesía de izquierdas capaz de seguirle en su transgresión
de los valores adquiridos; para Eisler, en cambio, era más importante el
aspecto educativo de las masas”.[5]
Los dos fueron plenamente conscientes de la trascendencia ideológica de
sus opciones estéticas. El propio Eisler, junto con Adorno, escribió
palabras como éstas: “La
contradicción entre el público burgués y su música se convirtió en
enemistad mortal contra el experimento, contra todo lo que siquiera de
lejos pudiera ser sospechoso de ser ‘intelectual’, incluso contra todo
aquello que fuese simplemente diferente. Los señores del cine hicieron
suyo el juicio emitido hace ya tiempo por el público y lo intensificaron
mediante la autoridad desmesurada e ignorante que les confería su aparato
de dominación”.[6] Estas
líneas, extraídas del libro El cine y la música, se inscriben en una amplia crítica estética
a la utilización de la música en las producciones cinematográficas de
su tiempo (crítica absolutamente vigente, por otro lado, también en
nuestros días). En ella, los autores identifican los recursos propios de
ese estilo derivado del postromanticismo (combinado con algunas dosis de música
ligera), que usa el leitmotiv,
las melodías simples, la consonancia generalizada, todo ello al servicio
de una música meramente ilustrativa, ajena a las circunstancias históricas
y geográficas de la narración (salvo para incurrir en el
pintoresquismo), y basada en clichés compositivos e interpretativos. Una
música, en definitiva, cómoda y fácil, tanto para el oyente como para
el compositor, y radicalmente opuesta a aquella a la que nos referíamos
en las primeras líneas de este texto. ¿Cuáles serían, entonces, los
rasgos de la otra música? El
propio Adorno intentó capturar sus características esenciales: “(l)a
idea de la nueva música se sitúa en decidida oposición a todo lo
afirmativo y positivamente transfigurador, a todo lo que suponga un orden
espiritual necesario aquí y ahora. Está atravesada por el dolor y la
negatividad que el cliché asocia con el romanticismo. Que la nueva música
abra la herida una y otra vez, en lugar de afirmar lo existente, arrastra
hacia sí el odio encarnizado que la acusa de anticuada y superada
precisamente por sus momentos disonantes en sentido literal y figurado, es
decir, por lo más obviamente moderno de ella”.[7] Al
final de esta cita encontramos un uso del concepto de “disonancia” que
podría servir para identificar esos rasgos que separan músicas como las
de Varèse,
Charles Ives, Schönberg o Stravinsky (entre tantos otros), de, por
ejemplo, la música tradicionalmente vinculada al cine, o manifestaciones
populares (jazz, foxtrot, cabaret, opereta...) como aquellas a las que
acudían Krenek o Weill. Se trata, claro está, de un uso figurado del término,
diferente de la acepción que relaciona la disonancia con una mayor
complejidad en la relación entre las frecuencias fundamentales de dos
sonidos. Pero, salvada esa precisión, parece adecuado emplear el concepto
de “disonancia” para caracterizar la nueva música tal y como la
define Adorno en el pasaje anterior, que, por cierto, termina definiendo
lo disonante como “lo más obviamente moderno” de esta música. La otra emancipación
de la disonancia
Es
conocida la influencia que la teoría estética de Adorno ejerció sobre
los compositores que, después de la Segunda Guerra Mundial (y volviendo
de nuevo a nuestros relatos de la Historia de la Música), reconstruyeron
una realidad musical devastada material y espiritualmente por los
acontecimientos recientes. En los cursos celebrados en Darmstadt, Adorno
expresó sus ideas ante una joven generación de compositores (Nono, Berio,
Boulez, Stockhausen...), cuyas obras pudo escuchar –y criticar– muy
tempranamente. Aunque estos autores manifestaran después severos
reproches hacia la figura de Adorno,[8]
en sus orígenes partieron de supuestos teóricos próximos a su
pensamiento estético. En lo que aquí interesa, el lenguaje de “la
escuela de Darmstadt” (si y cuando ésta existió) se acercó más a la
“disonancia” característica de la Escuela de Viena que a lenguajes
como los practicados por otros autores aquí mencionados, o por
compositores como Bartók o Hindemith, por citar algunas referencias
virtualmente posibles.
El lenguaje serial, con sus derivaciones particulares en cada uno
de los compositores señeros de esta generación, heredó el carácter
“incómodo” y “difícil” de la Escuela de Viena, no sólo respecto
de la recepción de la obra –la estesis de Molino/Nattiez–, sino también, en el sentido que nos
desvelaba la anterior cita de Schönberg, del lado de la composición. El
aprendizaje tanto de estas técnicas como de su aplicación en obras específicas
exigía del compositor, a principios de los años 50, la peregrinación a
Darmstadt. Pero desde entonces, y progresivamente, la difusión de la música
y el pensamiento seriales contaría con la ayuda de las emisoras de radio
(primero alemanas y después en numerosos países europeos) y de
influyentes textos (como Musik des
20. Jahrhunderts, de Hans Heinz Stuckenschmidt, o los publicados por
los propios compositores en libros o revistas como Die
Reihe), así como de conciertos, conferencias y muchas otras vías de
expansión.
Así se inició un proceso, merecedor aún de un estudio en
profundidad, que transformó una manifestación de la vanguardia más
radical en la música académica clásica del siglo XX. Y es que a las
pocas décadas de su nacimiento, el serialismo ocupó un lugar muy
destacado tanto en los programas de concierto dedicados a la música
actual como en los programas académicos de conservatorios y
universidades. Esta estética, con las variaciones lógicamente
experimentadas en el transcurrir del tiempo, se convirtió en la
vanguardia oficial durante el mismo periodo histórico en que las
instituciones públicas asumían la función de proteger (o, más bien,
mantener) determinadas manifestaciones artísticas.[9]
Llegados a este punto, quizá debamos cuestionar la vigencia del
concepto antes esbozado de “disonancia”. Pues, una vez recorrida su
evolución desde principios del siglo pasado (evolución paralela, en
cierto sentido, a la de la propia modernidad), encontramos ciertas
dificultades para predicar el carácter “disonante” de ciertas
creaciones surgidas del marco institucional que acabamos de describir. Al
menos, en el sentido que caracterizó algunas obras que criticaron y
redefinieron el paradigma vigente de la creación (y la difusión)
musical. ¿Puede aplicarse este término a músicas, en muchos casos encargadas
por entidades públicas, que no hacen sino reforzar un modelo estético, y
quizás también ideológico, hegemónico dentro de la música de creación?
Es cierto que el ámbito en el que se practica tal hegemonía es muy
reducido, ridículo en comparación con el ocupado por las músicas
populares de vocación comercial. Pero eso, pensamos, no invalida la
pregunta. Emancipación de la
consonancia
Adorno,
como hemos leído, caracterizó la “disonancia”, quizá en un sentido
no muy distante del que estamos manejando aquí, como uno de los rasgos
propios de la modernidad. El pensamiento musical propio de la
posmodernidad, por su parte, plantea alternativas que quizá puedan
ayudarnos a resolver la aporía planteada en las líneas anteriores.
Al analizar la producción teórica que ha intentado estudiar la
creación sonora reciente desde el prisma posmoderno, lo primero que llama
nuestra atención es que las manifestaciones que más atención han
captado, con diferencia, son aquéllas más próximas a la música de
consumo y, por tanto, de mayor difusión comercial. Dentro de los estudios
que atienden a la “otra música” (escójase el término que se
prefiera: “música seria”, “música contemporánea”, “música de
concierto”...), se han sucedido numerosos intentos de atrapar
conceptualmente una “música posmoderna”. Existe un cierto consenso
respecto a la utilización de algunos recursos (como la intertextualidad,
o un determinado eclecticismo) que, sin ser exclusivos de la posmodernidad,
en este contexto manifestarían cambios más profundos de las nociones de
tiempo (o temporalidad) y espacio, que a su vez repercutirían en la noción
de conocimiento, convirtiendo éste en “situado”, por contraste a
“absoluto” (así lo expresa Donna Haraway), y acabarían redefiniendo
la idea de verdad.[10]
Ahora bien, si descendemos a la indagación que se ocupa de
compositores y obras específicos (respecto de los cuales sí se puede
analizar el carácter “cómodo” o “disonante” de su creación y
recepción), no existe nada parecido a la unanimidad y, en algunos casos,
los criterios empleados no resultan del todo coherentes. En Estados
Unidos, Jonathan D. Kramer, intentando distinguir el posmodernismo del
antimodernismo (tendencia en la que incluye obras de Lowell
Lieberman, George Rochberg y Michael Torke), llega a declarar: “En
contraste con estas composiciones, la música posmoderna no es
conservadora”.[11]
A continuación, Kramer inicia una enumeración de títulos y autores que,
supuestamente, debería corroborar la afirmación anterior, y en la que
encontramos el Concierto para violín
de John Adams, la Primera sinfonía
de John Corigliano, y la tercera de Henryk Górecki.
Además de señalar el carácter sorprendentemente heterogéneo de
la lista de Kramer (que, por cierto, también incluye composiciones como
la Primera sinfonía de Schnittke, la Sinfonia de Berio o Tehillim
de Steve Reich), podemos cuestionar la negación del carácter conservador
de estas músicas, especialmente en casos como el de la Tercera sinfonía de Górecki.[12]
Si bien no hemos utilizado en nuestra argumentación la categoría
“conservador” (ni la opuesta, “progresista”), puede demostrarse
con cierta facilidad que ni la producción ni la recepción de esta obra
se asemejaron a las de composiciones como las que tratamos al comienzo de
estas páginas. Como
una primera audición revela, la construcción de esta sinfonía se basa
en la repetición de motivos bastante simples y cantables (en especial,
tercera menor ascendente seguida de un semitono descendente), ensamblados
mediante técnicas que cualquier estudiante de composición sin demasiado
“bagaje técnico” sabría manejar. En cuanto a la recepción de la
obra, es interesante recordar que este fenómeno ha sido objeto de, al
menos, una tesis doctoral.[13]
Quizá los hechos más conocidos respecto de la actitud del público
frente a la composición tengan que ver con el ascenso de una de sus
grabaciones, en febrero de 1993, al número 6 de las listas de ventas británicas,
por delante de discos de Madonna y REM, al tiempo que en Estados Unidos se
mantenía en las listas del Billboard
durante 134 semanas consecutivas. También existen testimonios de su
estreno: “Estrenada
en la edición de 1977 del Festival Internacional de Arte Contemporáneo
de Royan, Francia –uno de los festivales de vanguardia más importantes
en aquel tiempo–, resultó un completo fracaso. Alan Rusbridger informó
después en el (London) Guardian que un 'prominente músico francés' (posiblemente
Boulez, aunque no se le nombra específicamente) dejó escapar un audible
‘¡Mierda!’ mientras los últimos acordes de la sinfonía se extinguían”.[14]
La manifiesta aprobación por parte de los consumidores de
grabaciones musicales no parece tener cotejo alguno en el público de un
festival de vanguardia. ¿Qué podemos concluir de este hecho? ¿Que los
compradores del disco de Górecki no desean una música “incómoda”?
¿Que una determinada “comodidad” resulta incómoda para el público
de los festivales de música actual? Desde esta última perspectiva, la música
más “disonante”, en tanto que capaz de provocar indignadas
interjecciones en su público, quizá pudiera ser, como acabamos de ver,
la que utiliza sonoridades más consonantes. La
otra emancipación de la consonancia
En
Alemania, el debate musicológico acerca de la posmodernidad no comenzó
hasta la publicación, a principios de los años ochenta, del discurso
pronunciado por Habermas al recibir, curiosamente, el premio Adorno de la
ciudad de Frankfurt. La visión habermasiana del fenómeno como un
movimiento neoconservador y tradicionalista se proyectó sobre la estética
de la generación de compositores nacidos en torno a 1950, como Hans-Jürgen
von Bose, Manfred Trojahn y Wolfgang Rihm, entre otros. La estética de
estos autores, desde su aparición pública a principios de los años
setenta, se oponía a la de la generación anterior y, con el tiempo,
recibió la denominación de Neue
Einfachheit o Nueva Simplicidad.[15]
Es frecuente, en las obras de estos compositores, una expresividad propia
del romanticismo, conectada con frecuentes apelaciones a la tonalidad y,
en general, a contextos consonantes, todo ello enmarcado en géneros y
formas tradicionales.
Según una distinción del musicólogo alemán Herman Danuser
(sustancialmente distinta, como veremos, de la de Jonathan D. Kramer),
existen dos formas de posmodernismo: posmodernismo como antimodernismo, y
posmodernismo como modernismo actual. Tal y como explica Joakim Tillman,[16]
la visión crítica de Habermas se aplicaría a la primera categoría, a
la que pertenecen los compositores que acabamos de mencionar, mientras que
la segunda, caracterizada por utilizar elementos históricos en un
contexto de “dobles códigos”, por cuestionar la distinción entre arte
culto/arte popular y por rehabilitar la vanguardia desde el posmodernismo,
acogería el trabajo de compositores como Luciano Berio, George Crumb o
George Rochberg.
Aunque
el pluralismo de lenguajes, modelos y métodos es elemento común en ambos
grupos de autores, en los últimos parece reflejar, por lo general, una
conciencia histórica más crítica respecto al pasado. En este sentido,
resulta curioso notar que la reacción de los denominados “compositores
de la Nueva Simplicidad” frente a la hegemonía ejercida por una
determinada vanguardia musical ha terminado con autores como Wolfgang Rihm
ejerciendo otra hegemonía en la programación de las salas de conciertos,
como revela el hecho de que Rihm sea uno de los compositores que más
ingresos percibe de la GEMA (la sociedad de autores alemana) por la difusión
de sus obras.[17]
Desde la perspectiva actual, es notable que las más profundas críticas
al modelo establecido por los compositores vinculados a la estética
serial quizá no hayan surgido tanto desde el pensamiento posmoderno como
en otras tendencias anteriores, simultáneas a (y, en ocasiones, ocultadas
por) la consolidación de ese modelo. Xenakis, Ligeti, Lutoslawski y
muchos otros compositores cuestionaron, desde los años 50, el serialismo
como único camino estético posible. El tardío, incluso póstumo
reconocimiento de su incómodo papel histórico puede ayudarnos a
reflexionar sobre el valor de otras posturas estéticas y sus
implicaciones ideológicas.
No muy lejos de este grupo de compositores, otros como Bernd Alois
Zimmermann (asociado por algunos autores a una posmodernidad del
“segundo tipo” danuseriano) o el propio Berio han empleado, desde los
años sesenta, recursos propios de la estética posmoderna[18]
(quién sabe si, desde entonces, es posible prescindir de ellos). Ahora
bien, puede percibirse, en el uso de estas técnicas, un talante más próximo
al característico de la modernidad, un carácter más “disonante”,
tal y como se ha descrito desde el inicio de estas páginas, que en el de
cualesquiera otros autores posteriores aquí tratados.
La recepción de las obras que sigan su estela, igual que la de
muchas otras músicas, se enfrenta a algunos problemas cuya vigencia dura
ya más de un siglo. Y la peripecia vital de compositores como Krenek,
Weill o Eisler parece mostrarnos que, en el ámbito de la música de
concierto, ni la utilización de recursos que faciliten esa recepción ni
el conflicto entre comunicabilidad y coherencia estética (y, en su caso,
ideológica) son fenómenos propios de la posmodernidad. Apéndice: ¿Emancipación
de la realidad?
La situación planteada en las páginas anteriores exige, en
nuestros días, extremar el cuidado en el manejo de algunos conceptos. Los
procesos de institucionalización protagonizados por algunas tendencias
estéticas durante las últimas décadas pueden y deben ser objeto de un
análisis crítico y minucioso, que permita la detección y subsanación
de sus errores y vicios. Resulta fácil y tentador prescindir de esos
cuidados para, una vez descubiertas las deficiencias del proceso (y del
modelo que ha generado), censurarlo en su totalidad y abolir sus
resultados. Especialmente en una época en la que muchos intentan,
respaldados por el tono de esas críticas, “negar la mayor” y suprimir
el respaldo institucional hacia esas manifestaciones artísticas, evitando
así los costes eminentemente públicos que hoy exige el apoyo a ciertas
creaciones musicales.
Una consciencia crítica de los límites y las posibilidades de
cada modelo, más o menos institucionalizado, de creación y difusión
musical, se hace especialmente necesaria en todos los miembros de la
comunidad musical. Desde compositores a musicólogos, de intérpretes a críticos,
de aficionados a programadores... es una obligación para todos velar
contra las tendencias que aspiran a desvirtuar el modelo vigente, esto es,
a desproveerlo de los elementos que lo dotan de sentido y que, en su caso,
lo convierten en necesario.
La táctica, que se convierte en estrategia conforme se aproxima a
la falsificación del modelo, se manifiesta cada vez en más órdenes de
nuestra sociedad. Cuando la televisión pública ofrece contenidos para
los que no fue concebida, o cuando la universidad se transforma en una fábrica
de trabajadores, estas instituciones se desvirtúan. Al término de este
proceso no encontraremos motivo alguno para defender su financiación pública.
Habremos perdido, entonces, las condiciones de posibilidad que estas
instituciones, en algún momento, aseguraron.
Es difícil, e incómodo, distinguir cuáles son las condiciones de
posibilidad que el trabajo de un compositor asegura en una sociedad como
la nuestra. Podemos, eso sí, mirar hacia atrás, para recordar qué
posibilidades inauguraron algunos de los que nos precedieron. Después
podemos proyectar nuestra mirada hacia el futuro, tal como hicieron ellos,
e intentar vislumbrar cómo deberían cambiar las cosas para que, al
menos, quedasen como nosotros las encontramos. Residencia de Estudiantes, en las últimas horas del centenario de Adorno. Adorno,
Theodor W., "Clasicismo, romanticismo, nueva música" Quodlibet, 17 (2000), pp. 70 – 86. Adorno,
Theodor W.; Hanns Eisler, El cine y
la música (Madrid: Fundamentos, 1981). Born,
Georgina, Rationalizing culture:
IRCAM, Boulez, and the institutionalization of the Musical Avant-Garde
(Berkeley, Londres, Los Angeles: University of California Press, 1995). Cureses
de la Vega, Marta, "La música como lenguaje de transgresión"
en Música, lenguaje y significado,
ed. por Margarita Vega Rodríguez y Carlos Villar-Taboada (Valladolid:
Universidad de Valladolid, 2001), pp. 75 – 88. Howard,
Luke, "Production vs. Reception in Postmodernism" en Postmodern music/postmodern thought, ed. por Lochhead, Judy; Auner,
Joseph (New York: Routledge, 2002), pp. 195 – 206. Jolivet,
Hilda, Varèse (París: Hachette,
1973). Kramer,
Jonathan D., "The Nature and Origins of Musical Postmodernism"
en Postmodern music/postmodern
thought, ed. por Lochhead, Judy; Auner, Joseph (New York: Routledge,
2002), pp. 13 – 26. Lochhead,
Judy; Joseph Auner, editores, Postmodern
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Javier, Charles Ives (Madrid: Círculo
de Bellas Artes, 1986). Marco,
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Levinas, "La loi et le hors-la-loi: l'ère du soupçon" en La loi musicale, ed. por Cohen-Levinas, Danielle (París:
L'Harmattan, 1999). Mitchell,
Donald, El lenguaje de la música
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contexto, obra (Madrid: Alianza, 1991). Stuckenschmidt, Hans Heinz, La música del siglo XX (Madrid: Guadarrama, 1960). [1] Una visión que recorre trabajos clásicos como El lenguaje de la música moderna, de Donald Mitchell (cf. p. 67 y ss.), Problemas de la música moderna, de Boris de Schloezer y Marina Scriabine (cf. p. 18 y ss.), o La música del siglo XX , de Hans Heinz Stuckenschmidt (cf. p. 234). [2] Véase, a título de ejemplo y respectivamente, Hilda Jolivet, Varèse (París: Hachette, 1973), p. 171; Javier Maderuelo, Charles Ives (Madrid: Círculo de Bellas Artes, 1986), p. 56; Hans Heinz Stuckenschmidt, Schönberg. Vida, contexto, obra (Madrid: Alianza, 1991), p. 111; sobre Stravinsky, el compositor Michaël Levinas insiste sobre este rasgo caracterizador de la modernidad: “En 1913, le choc du Sacre du Printemps n’est pas seulement un acte fondateur de la modernité du XXème siècle musical (...). Ce choc a d’emblée déterminé une des caractéristiques de cette modernité: la transgression du modèle”. Michaël Levinas, "La loi et le hors-la-loi: l’ère du soupçon", en La loi musicale, ed. por Danielle Cohen-Levinas (París: L’Harmattan, 1999), p. 11. En un sentido más general, véase Marta Cureses de la Vega, "La música como lenguaje de transgresión", en Música, lenguaje y significado, ed. por Margarita Vega Rodríguez y Carlos Villar-Taboada (Valladolid: Universidad de Valladolid, 2001), pp. 77 a 79. [3]
Arnold Schönberg, Style
and idea (Londres: Williams and Norgate, 1951), p. 114. [4] Citado en H. H. Stuckenschmidt, La música del siglo XX , p. 115. [5] Tomás Marco, Pensamiento musical y siglo XX (Madrid: Fundación Autor, 2002), p. 248. [6] Theodor W. Adorno y Hanns Eisler, El cine y la música (Madrid: Fundamentos, 1981), pp. 77 - 78. [7] Theodor W. Adorno, "Clasicismo, romanticismo, nueva música" Quodlibet 17 (2000), p. 84. Traducción de Juan Carlos Lores Gil. [8] Véase, por ejemplo, Luigi Nono, Écrits (París: Christian Bourgois, 1993), p. 39, o Karlheinz Stockhausen y Robin Maconie, Stockhausen on music (Londres - Nueva York: Marion Boyars, 1989), p. 36. [9] Una recomendable exploración de este fenómeno aparece en Georgina Born, Rationalizing culture: IRCAM, Boulez, and the Institutionalization of the Musical Avant-Garde (Berkeley, Londres, Los Angeles: University of California Press, 1995). [10]
Judy Lochhead comenta estas ideas en su introducción a Postmodern
music/postmodern thought
(New York: Routledge, 2002), p. 6. [11]
Jonathan D. Kramer,
"The Nature and Origins of Musical Postmodernism," in Postmodern
music/postmodern thought, ed. por Judy Lochhead y Joseph Auner, (New
York: Routledge, 2002), pp. 13 y 14. [12] En cuanto a John Adams, el epíteto conservador tampoco parece desafortunado, en la medida que, desde su formación en la Universidad de Harvard (modelo ejemplar de la institucionalización de la vanguardia) hasta su nombramiento, en septiembre de 2003, como compositor residente del Carnegie Hall (como sucesor de Pierre Boulez), ni su obra ni su trayectoria parecen cuestionar el modelo de creación y de difusión vigentes. La cancelación de un concierto de la Sinfónica de Boston con extractos de su ópera The Death of Klinghoffer a finales de 2001 sólo puede entenderse en un contexto tan marcadamente conservador como el de los Estados Unidos tras el 11-S. E incluso en un caso como éste, el debate no está referido a cuestiones de lenguaje musical en sentido estricto. Por otra parte, Corigliano, que recibió en 2000 un óscar por la banda sonora de The Red Violin, describe así su Primera Sinfonía: el primer movimiento presenta una forma A–B–A; el segundo es una tarantela, y el tercero una chacona (véase http://www.schirmer.com/composers/corigliano_symphony.html). La sonoridad de la obra no parece mucho más arriesgada que su concepción formal. [13]
Defendida por Luke Howard en 1997 en la Universidad de Michigan y
titulada “A Reluctant Requiem: The History and Reception of Henryk
M. Górecki’s Symphony No. 3 in Britain and the United States”. [14]
Luke Howard, "Production vs. Reception in Postmodernism", en
Postmodern music/postmodern thought, ed. por Judy Lochhead y Joseph
Auner, (New York: Routledge, 2002), p 196 (traducción propia).
[15] La revista Neue Zeitschrift für Musik dedicó en 1979 un número a algunos de estos autores, que formarían el núcleo de esta tendencia, a la que podrían adscribirse también autores como Detlev Müller Siemens. [16]
Joakim Tillman,
"Postmodernism and Art Music in the German Debate", en Postmodern
music/postmodern thought, ed. por Judy Lochhead y Joseph Auner, (New
York: Routledge, 2002), p. 80 y ss. [17] Sobre la “Nueva Simplicidad”, ver tambíen Béatrice Ramaut-Chevasus, Musique et postmodernité (París: puf, 1998), pp. 40 - 44. [18] En obras como el Requiem für einen jungen Dichter de Zimmermann, o la ya mencionada Sinfonia de Berio. |